El hombre que rie (1928)

Pese a que muchos críticos de cine parecen convencidos de que en la actualidad se ruedan obras maestras a diestro y siniestro (basta con echar una mirada a cualquier cuadro de puntuaciones de esos que acompañan a la mayor parte de revistas del gremio), lo cierto es que los logros de la cinematografía mundial contemporánea se encuentran, en su conjunto, considerablemente por debajo de lo alcanzado por este arte en, por ejemplo, la década de madurez del cine mudo, los años veinte. El año en que Paul Leni rueda su mejor obra, la magistral El hombre que ríe, una extraordinaria cantidad de cineastas estrenan algunas de las mejores películas de sus respectivas filmografías, que es tanto como decir de toda la historia del cine: Buster Keaton y sus dos excelentes comedias The cameraman y El héroe del río (Steambot Bill, Jr.), Charles Chaplin y El circo (The Circus), el danés Carl Theodor Dreyer y La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d´Arc), Eric Von Stroheim y La marcha nupcial (The Wedding March), Frank Borzage y El ángel de la calle (Street Angel), Fritz Lang y Spione, Jean Epstein y El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher), John Ford y Four Sons, Josef Von Sternberg alcanza dos cumbres de su cine, Los muelles de Nueva York (The Docks of New York) y La última orden (The Last Command), King Vidor por partida triple, Espejismos (Show People), The Patsy y Y el mundo marcha (The Crowd), Serguei M. Eisenstein y Octubre (Oktyabr), Victor Sjöström y El viento (The Wind), Vsevolod Pudovkin y Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana), William Wellman y Mendigos de vida (Beggars of Life), y un largo etcétera que me dejo en el tintero, pues es el film de Leni el que centrará exclusivamente nuestra atención en las próximas líneas.

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Haciendo una búsqueda en IMDb de las adaptaciones cinematográficas que ha generado la literatura de Víctor Hugo, uno descubre, sin demasiada sorpresa, que mientras que de Los miserables y de Nuestra Señora de París (esta última conocida a nivel popular por ser la historia de «El jorobado de Notre Dame«), entre otras, existen múltiples versiones en celuloide, de nacionalidades francesa, inglesa, italiana, americana, etc., de El hombre que ríe tan solo se ha rodado, hasta el momento, la versión silente de Paul Leni, aunque parece ser que el francés Jean-Pierre Améris -conocido entre nosotros por la comedia Tímidos anónimos (Les émotifs anonymes, 2010)- prepara para este mismo año 2012 una nueva versión protagonizada por Gérard Depardieu, Emmanuelle Seigner y Marc-André Grondin. Si por algo sorprende el dato es porque a tenor de los extraordinarios resultados artísticos que arroja el film de Leni, uno puede deducir, con escaso margen de error, que la obra original de Hugo -que desconozco pero que espero leer algún día- es una de las más grandes y conmovedoras tragedias humanas que legó para la posteridad la literatura europea del siglo XIX.

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En todo caso, la versión silente de la obra de Hugo llega en un momento, el año 1928, en que este tipo de cine había alcanzado su madurez plena, y el film muestra un acabado general en el que la excelente labor de construcción de decorados, de maquillaje y vestuario, la fabulosa iluminación a cargo de Gilbert Warrenton, la por lo general muy sutil interpretación gestual del elenco interpretativo (con cierta tendencia controlada al trazo grueso para definir a personajes como Barkilphedro y lord Dirry-Moir), y la excelente planificación de Paul Leni, que aglutina todos los elementos antes citados en un todo compacto, dan como resultado una obra que poco tiene que envidiar a otros grandes films de la época, y que, conviene dejarlo claro, se encuentra muy cerca, en el fondo y en la forma, de los intereses artísticos del gran David Wark Griffith. No cuesta mucho imaginarse a este último tomando las riendas de una adaptación cinematográfica de la novela de Víctor Hugo, pues las dosis de gran melodrama que presenta de base el material no tienen nada que envidiarle en su intensidad a la que presentaban famosos films del realizador como Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919), Las dos tormentas (Way Down East, 1920) o Las dos huérfanas (Orphans of the Storm, 1921). De hecho, y sin entrar a profundizar en esta ocasión en la enorme influencia que ejerce en la obra de Leni la planificación, el montaje y la iluminación griffithianos -basta con echar un vistazo a anteriores films suyos, como El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, 1924) y El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) -, en este sentido existe un elemento concreto cuyo estudio en esta ocasión resulta clarificador: la interpretación en El hombre que ríe de Mary Philbin como la pobre ciega Dea, recuerda de manera evidente, sin dejar por ello de resultar excelente, a las de Lillian Gish en los films de Griffith antes citados, entre otros del realizador, pero de forma muy significativa a su conmovedora e inolvidable labor en Lirios rotos: no solo esto, sino que hasta la forma que tiene el operador Gilbert Warrenton de iluminar a Philbin, creando alrededor del pelo de la actriz una aureola dorada que magnifique su pureza femenina y su bondad, recuerdan claramente al trabajo del director de fotografía G. W. Bitzer en aquel film y otros de Griffith.

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Según como se mire, y a tenor de ciertas imágenes del film de Leni, la obra original de Víctor Hugo acaso hubiera podido titularse de forma igualmente acertada «Los hombres que ríen» o «La Sonrisa de los hombres«, pues a lo largo del relato Gwynplaine no será, pese a su deformidad física, el único personaje con una sonrisa característica y perfectamente reconocible por el espectador. A lo largo del metraje de El hombre que ríe se va desarrollando, progresivamente y de forma particularmente manifiesta cuando aparecen los antes mencionados «hombres que ríen«, un discurso en torno a la falsedad de las apariencias humanas. Efectivamente, y entrando ya en materia, la primera sonrisa que muestra Leni en el film es la del siniestro Barkilphedro (Brandon Hurst), bufón del Rey Jaime II de quien un intertítulo advierte a los espectadores que «todas sus bromas eran crueles y todas sus sonrisas falsas». Si la de Barkilphedro es una «sonrisa falsa«, la de Gwynplaine puede ser considerada una «sonrisa forzada«, pues devendrá tal como consecuencia de la cruel cirugía practicada en el rostro del pequeño por el perverso Hardquanonne, quien pretende luego sacar provecho económico de tales acciones exhibiendo a sus víctimas en las ferias de diversos pueblos, saciando con sus «monstruos» la inagotable curiosidad morbosa del populacho. Barkilphedro y Gwynplaine devienen en el film, debido a las diferentes naturalezas de sus respectivas sonrisas, dos personajes contrapuestos pero que inevitablemente compartirán un mismo destino aciago, cuyos imparables engranajes serán puestos en marcha al inicio del relato precisamente por el bufón, al ser este el principal instigador de la venta de Gwynplaine a los comprachicos, cuyo jefe no es otro que el mismísimo Hardquanonne. Un tercer personaje del relato, conocido como lord Dirry-Moir (Stuart Holmes) y prometido de la duquesa Josiana (Olga Baclanova), aportará un tercer matiz al concepto de sonrisa humana: si existen sonrisas falsas y sonrisas forzadas, también existen las sonrisas estúpidas, que son aquellas que delatan el reducido grado de inteligencia de su poseedor. Gwynplaine y lord Dirry-Moir se convertirán, merced a la puesta en escena de Leni y a determinados acontecimientos dramáticos del relato, en las dos caras de una misma moneda: mientras que el deforme Gwynplaine llegará a provocar auténtica turbación sexual a la duquesa Josiana, el teóricamente más apuesto y engalanado, pero infinitamente más bobo, lord Dirry-Moir, que es además su prometido, no despierta en lo más mínimo la sexualidad de su futura esposa. Si, por un lado, cuando a Josiana le sea revelada la identidad real -y inesperada para ella- de Gwynplaine, esta inicialmente reaccionará con una risa nerviosa y compulsiva que finalmente cederá paso a las lágrimas, en la que quizás sea la única muestra de compasión humana del personaje en todo el relato, por otro lado, en cambio, la constante sonrisilla en el rostro de Dirry-Moir, y su consiguiente expresión de estúpido, no logran de Josiana más que la inevitable alegría femenina de poder tratar a un representante del autoproclamado «sexo fuerte» como a un pelele.

De todo este abanico de sonrisas es precisamente la de Gwynplaine la que permite volver a trazar un paralelismo con el cine de Griffith, nuevamente en relación a Lirios rotos, pues en aquel film la protagonista femenina se veía continuamente forzada por su alcoholizado padre a esbozar una sonrisa de oreja a oreja tras recibir una cruel paliza de manos de este: ya sea mediante cirugía (Gwynplaine en El hombre que ríe), o forzando con los dedos de una mano la aparición en el rostro de una sonrisa que se niega a emerger (Lucy en Lirios rotos). Tanto Leni como Griffith consiguen crear sendos y poderosos iconos cinematográficos que nos hablan de la crueldad y la hipocresía a través de un gesto humano, la sonrisa, generalmente bello y voluntario.

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Antes de acabar, y siendo completamente consciente de que se puede profundizar mucho más en este film, me parece conveniente dejar claro que la versión cinematográfica de El hombre que ríe, que tantas veces se ha asociado al cine fantástico y de terror, tiene más bien poca relación con ambos géneros: es cierto que al inicio del film, la secuencia en la que Leni sugiere la muerte del padre de Gwynplaine al ser introducido el cuerpo de este en el interior del terrible mecanismo de tortura conocido como la doncella de hierro puede ser considerada como indudablemente terrorífica; no menos cierto es que el clímax dramático del film -que esquiva descaradamente el de la novela, en el que la ciega Dea fallecía de debilidad y a consecuencia de esto Gwynplaine se suicidaba ahogándose en el mar- tiene no poco de fantástico y parece oficiado por un deus ex machina (es decir, por la intervención divina en los asuntos humanos): Gwynplaine y Dea consiguen eludir, por obra y gracia de Leni y de su equipo de guionistas, el trágico destino planeado para ellos por la pluma de Víctor Hugo: en el nuevo final los personajes simplemente se reencuentran y se abrazan, en lo que puede ser considerada una completa victoria de la pureza virginal y la inocencia de ambos sobre las miserias de la vida humana, dejando intuir al espectador con este final un porvenir sin duda más esperanzador para ambos personajes, que probablemente conseguirán definitivamente sublimar su amor.

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Pese a los momentos mencionados, y algunos otros en una línea similar, lo que sí resulta indudable es que El hombre que ríe es tanto un contundente drama como un relato de horror cuyos acontecimientos describen continuamente la crueldad de la que son capaces los seres humanos, y también la tendencia en estos a los abusos de poder: bien sea de los más fuertes hacia los más débiles, o de los más ricos hacia los más pobres. Aunque la naturaleza de las atrocidades que tienen lugar durante el relato puede ser calificada de pesadillesca, Leni parece más preocupado en todo momento, antes que por dotar a su film de un atmósfera visualmente onírica, por lograr una cierta verosimilitud realista, y no son pocos los momentos del relato que tienden hacia lo que puede considerarse un realismo sucio, como demuestran instantes como aquel en el que la duquesa Josiana se excita abiertamente con el manoseo al que es sometida por un grupo de andrajosos y desdentados, o la secuencia que muestra al público asistiendo fascinado a la exhibición de atrocidades humanas y animales «propiedad privada» de Hardquanonne y de otros que se comportan como él.

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