Holy Motors (2012)
Desde el amanecer hasta entrada la noche, unas pocas horas en la vida del Señor Oscar, un sombrío personaje que viaja de una vida a la siguiente. Él es, por turnos, capitán de la industria, asesino, ladrón, hombre de familia. Él parece estar desempeñando un papel, precipitándose en cada parte … pero ¿dónde están las cámaras? El señor Oscar está solo, acompañado únicamente por Céline, la mujer esbelta rubia al volante del gran automóvil que lo transporta en los alrededores de París. Él es como un consciente asesino, pasando de golpe a golpe. En la búsqueda del acto puramente bello, la misteriosa fuerza, las mujeres y los fantasmas de sus vidas pasadas. Pero, ¿dónde está su verdadero hogar, su familia, su descanso?
El polémico filme del cineasta francés Léos Carax (director, guionista e incluso actor de reparto con una pequeña y breve contribución secundaria), Holy Motors, aterriza en tierras españolas tras su presentación en el Festival de Cannes 2012 (donde fue abucheada por la inmensa mayoría de los asistentes) y su respectiva posterior proyección en el Sitges Film Festival 2012 (certamen en el que logró una acogida mucho más celebrada y de hecho terminó por alzarse con el Premio a la Mejor Película) para brindar al público la posibilidad de juzgar por sí mismo la calidad de su nueva obra, pues ésta resulta tan extraña, absurda y difícil de entender en su conjunto que de ningún otro modo puede comprobarse si la misma es del personal agrado o no del individuo (la subjetividad cobra especial importancia en esta ocasión), siendo no obstante indiscutible la apasionante reinvención del concepto de cine que supone; tildada (justificadamente) de rara u horrible por algunos expertos y de sublime u obra maestra por otros, lo cierto es que la fascinación que genera el único actor realmente acaparador de la cinta, Denis Lavan (amén de las fugaces apariciones de la actriz Eva Mendes y de la popular cantante australiana Kilie Minogue, así como de la siempre presente Edith Scob) es apoteósica, interpretando a varios personajes (los mismos por los que transita durante una jornada laboral en París el hombre al que da vida, justificándose dichos cambios por el trabajo de éste, consistente en transformarse en todos y no ser ninguno de ellos para un propósito profesional que en ningún momento se explica) magistralmente, irreprochabilidad que se aplica también a la calidad audiovisual de la que hace gala el metraje, al que la constante y retorcida variación conceptual y la inconexión situacional hacen que apenas se pueda simpatizar con el mismo, pues las metamorfosis que padece son tan frecuentes como repentinas, originando personalidades totalmente diferentes sin guardar relación alguna (cuanto menos aparentemente).
El realizador de Los amantes del Pont Neuf narra una historia posiblemente cercana al estilo arte y ensayo, más propio de cintas como Bailando en la oscuridad de Lars Von Trier que de cualquier producción comercial de las que se proyectan habitualmente en una pantalla de cine, convirtiéndose instantáneamente en un coto vedado para todos aquellos que vayan en busca de algo distinto, algo inusual, siendo por lo tanto prohibitiva para el resto, pues para ésta inmensa mayoría de espectadores la desilusión y frustración tras su visionado serán mayúsculas (a pesar de ser considerara un trabajo verdaderamente destacable si se examina con la atención que exige y se sabe valorar la extremada importancia innovadora que cobra); considerada desde sus orígenes como una película de culto, el nuevo trabajo del eterno infante terrible del cine francés es una joya poliédrica de invalorable valor, cuyo misterio queda arraigado en el interior e inoculado en la retina con el objeto de tratar de encontrar una explicación medianamente aceptable a la misma (dificultosa e innecesaria tarea, pues no puede albergarse raciocinio alguno tras semejante conflicto de ideas, válidas pero vacías de motivación deductiva si no se engloban en un mismo objetivo, en cualquier caso extremadamente complejo).
El señor Oscar (Denis Lavant, impresionante y virtuoso abanico interpretativo el que demuestra ser capaz de interpretar, aun con altibajos considerables suscitados por la versatilidad que el reto evolutivo que le es encomendado requiere) es un adinerado y peculiar trabajador que cada jornada realiza numerosos viajes en limusina, llevando a cabo las paradas que dictaminen los expedientes emitidos por su chófer, Céline (Edith Scob, antigua musa del director que se limita a mantener la frialdad que su personaje precisa); en ellos se recogen las distintas personalidades que deberá simular, situaciones totalmente distintas pero igualmente complejas que magnifican sus dotes teatrales en los diversos escenarios confeccionados, abarcando lugares parisinos de lo más variopinto en los que deberá interactuar con el resto de personas que transiten en el emplazamiento debiendo integrarse entre ellas.
Una anciana gitana pedigüeña de lamentable aspecto, un experto en artes marciales involucrado en un nuevo diseño futurista (la fotografía en estos compases es magnífica, con juegos de luces absorbentes), un asesino a sueldo cuyo último objeto se asemeja sospechosamente a sí mismo (extraña tesitura que desemboca en una delirante conclusión), un empresario resentido que irracionalmente busca venganza profesional, un padre modélico cuya dureza verbal es más que discutible, un engendro satánico ansioso de ser amado (la pequeña intervención de Eva Mendes acontece en ésta caracterización, magnífica aunque inexpresiva), un integrante familiar perteneciente a un clan tan curioso como primitivo (en el sentido más amplio del término), un hombre de avanzada edad que agoniza en su lecho de muerte (Elise Lhomeau encarna tiernamente a la nieta de éste, haciéndole compañía en su último estertor) y un amante fortuitamente pasional que lucha por consumar el dictamen de sus sentimientos (enamorado del personaje atribuido a Kylie Minogue, la cual encandila con su cante y enamora con su simplicidad gestual) son las nueve personalidades que se plasman a lo largo de la historia, a las que cabe sumar otras tres que se concretan en víctimas de otras tantas, por lo que la laboriosidad de ellas escasea pero aumenta todavía más el arduo trabajo a realizar por el amante del arte (en todas sus vertientes, acda una de ellas enuina) Oscar.
Con una deducicble (aunque extremadamente rebuscada) finalidad oculta tras un curioso juego de máscaras, el director hace mutar permanentemente tanto la personalidad del protagonista como la orientación de la historia, la cual trata de forma no explícita de identidades líquidas, de absurdidad existencial, de personas sufridoras y hundidas por el amor dejando múltiples secuencias para la posteridad (la locura que el ansioso monstruo desata en un cementerio, cuyas lápidas anuncian las páginas cibernéticas de los difuntos, puede que sea la más significativa); dentro de la gran obra que metafóricamente supone la vida (elaborada teatralmente teniendo lugar incluso entreactos a lo largo de las extensas aunque disfrutables dos horas de filme) se recogen las incoherencias más habituales del ser humano contemporáneo de excelente forma, tales como el apresurado ritmo de vida y la clarividente sensación de soledad permanente, inmejorables retratos que se ven entorpecidos por prescindibles escenas futuristas y rarezas visuales, elementos introducidos probablemente para dotar de un misticismo mayor a la cinta y que sin embargo dificultan su catalogación de excelencia todavía más de lo que lo hace el asombroso y difícilmente adaptativo transcurso de la misma, una completa revolución de difícil digestión conjunta pero inmaculadas ideas y fotografía.
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