La Dama Blanca (1949)
Herman Suvorin, capitán de ingenieros del ejército ruso, alberga la esperanza de descubrir de algún modo una clave que le facilite ganar grandes cantidades de dinero jugando a las cartas para, de ese modo, poder hacer realidad sus sueños y ambiciones. Una noche, casualmente, a oídos de Herman llega el conocimiento de que la vieja condesa Ranevskaya conoce el secreto de ganar a las cartas, y obsesionado con la idea de hacerse con el mismo, traza un plan que le permita, después de seducir a Lizaveta Ivanovna, una joven y atractiva ahijada de la condesa, llegar hasta esta última. Lo que Herman desconoce es que la condesa, que parece haber superado los 100 años de edad, consiguió el secreto después de pactar con el diablo.
Thorold Dickinson fue un realizador británico que dirigió apenas 15 películas entre 1930 y 1955. En la actualidad, y al menos en España, Dickinson pasa por ser un ilustre desconocido, al que tan solo unos pocos aficionados al cine clásico conocen o reconocen por alguno de sus films, especialmente el más conocido de todos ellos, Luz de gas (Gaslight, 1940), la primera y notable versión cinematográfica de la obra teatral de Patrick Hamilton, que pocos años más tarde conocería otra atractiva adaptación dirigida por George Cukor, Luz que agoniza (Gaslight, 1944). De la filmografía de Dickinson también son (relativamente) conocidos otros dos films: el muy interesante drama bélico La colina 24 no contesta (Giv´a 24 Eina Ona, 1955), que sitúa su acción en 1947 y narra un pequeño pero intenso episodio del conflicto Israelí-Arabe, y que además pasa por ser la primera película producida en Israel (como se indica en la página dedicada al film en Imdb), y el excelente drama psicológico con trasfondo fantástico que es La dama blanca, film del que hablaremos en las siguientes líneas y que realmente merece toda nuestra atención, pese a ser poco conocido en la actualidad, probablemente por la alargada sombra que sobre el cine fantástico de nacionalidad británica proyecta en general una productora como Hammer Films y en particular un realizador como el magnífico Terence Fisher, aunque ello no debería resultar un obstáculo para poder apreciar el film de Thorold Dickinson.
Desde los primeros compases del film queda meridianamente claro que Dickinson no es un realizador dado a lo superfluo, y con su labor demuestra ser capaz de otorgar relevancia a todos los aspectos del lenguaje cinematográfico: el ritmo y el tono de las imágenes, ángulo y escala de los encuadres, la importancia que en algunos planos adquieren determinados objetos de atrezzo relacionados explícitamente con ciertos personajes, expresando este vínculo aspectos psicológicos ocultos de los mismos, los movimientos de cámara nacidos de una necesidad expresiva del cineasta, los decorados y su iluminación, etc. La primera secuencia del film ya establece sólidamente los cimientos de una atmósfera febril que arrastrará a lo largo del relato a su protagonista, el capitán de ingenieros del ejército ruso Herman Suvorin (Anton Walbrook), hasta su perdición: en ella, en el interior de un local atiborrado de gente, música y humo, varios soldados rusos celebran, conducidos por su respectiva codicia, partidas de cartas en las que se pierden o ganan importantes sumas de dinero (uno de los participantes pierde su paga de un año en el ejército), mientras el alcohol corre por las mesas y unas gitanas danzan frenéticamente a su alrededor incitándoles al sexo. La presencia del humo contribuye a recargar visualmente el ambiente en la misma medida en que ya lo hacen la iluminación agresiva de Otto Heller, quien llega incluso a proyectar contra las paredes las enormes sombras de algunos personajes, o a resaltar malignamente los rasgos faciales de otros (caso del pianista del local, que mira lo que acontece a su alrededor con una mirada algo perversa), o los barrocos encuadres de Dickinson, recargados de personajes, objetos y partes de un excelente decorado repleto de ornamentación, filmados generalmente en contrapicado, lo que permite al cineasta incluir también en la imagen el techo del local en el que transcurre la acción, «aplastando» visualmente aún más a los personajes que se mueven bajo el mismo: la suma de todos estos detalles de puesta en escena terminan por hacer casi irrespirable la atmósfera de la secuencia.
Al margen de los soldados que juegan a las cartas en esta primera secuencia del film se encuentra, observando el desarrollo de las partidas, Herman Suvorin, quien amaga en su interior deseos de trascendencia y una ambición desmedida, y el cual no tardará en contagiarse por la afición al vicio que demuestran el resto de sus compañeros del ejército, dejándose llevar por la mas abyecta depravación (engañará y traicionará a varios personajes a lo largo del relato) con la finalidad de lograr conocer «el secreto de las cartas», que, según él cree, le permitirá ganar de forma infalible enormes cantidades de dinero para poder hacer realidad sus sueños más grandilocuentes.
La atmósfera obsesiva y visualmente estilizada de la secuencia de la que hablo impregna al film de un determinado tono dramático, que se erige, a partir de la siguiente secuencia, en una manifestación externa del turbulento estado psicológico interior del protagonista: Thorold Dickinson filma a los personajes, las situaciones y los espacios del relato de una forma acorde con su naturaleza más intima (parecen espacios que sacan a relucir lo peor del ser humano, y hasta los personajes secundarios del film parecen revestidos de un halo maligno, caso del banquero que guarda el dinero de Suvorin o del librero que ofrece a este un misterioso libro) y gracias a ello el espectador tiene la sensación de cierto realismo psicológico, pese al estilizado y (positivamente) enfático apartado formal del film.
Se podría hablar largo y tendido de diversos aspectos de este excelente film, pero sirva como ejemplo de lo minuciosa que llega a ser la elaboración formal de La dama blanca la interesante forma que tiene Dickinson de incluir espejos en el encuadre en, por lo menos, tres instantes concretos. El primero de ellos tiene lugar justo después de que Suvorin acuda con su paga de varios meses al banquero que se ocupa de guardar bajo llave los ahorros del soldado. Tras abandonar la estancia en la que tiene lugar el trámite, Suvorin camina por un oscuro pasillo hasta observar su reflejo en un espejo que se encuentra al final del mismo frente a él: el personaje contempla su imagen por un instante y termina por llevarse con cierta afectación una mano a la cabeza, pues en su interior se está librando una lucha entre su humilde situación personal, que le lleva a ahorrar hasta el último céntimo de su sueldo, y sus excesivas ambiciones personales (el personaje idolatra a Napoleón, quien en su juventud ha alcanzado militarmente lo inimaginable): al final del film, Suvorin perderá todos su dinero jugando a las cartas, con lo que su intención en esta secuencia de poner sus ahorros a buen recaudo se revelará completamente inútil. El desdoblamiento del capitán en el espejo se revela un síntoma prematuro de la fisura mental que arrastrará fatalmente al personaje a su caída definitiva en la locura.
La segunda aparición de espejos en el film se revela tan inteligente y oportuna como la anterior, aunque completamente alejada de aquella en su significado expresivo: en una secuencia en que la anciana (y casi momificada) condesa Ranevskaya (Edith Evans) conversa con la joven Lizaveta Ivanova (Yvonne Mitchell), Dickinson elabora varios encuadres en los que comparten espacio la imagen «real» de Lizaveta y el reflejo de la condesa en varios espejos: con este procedimiento, el realizador señala la actual naturaleza mágica, irreal, de la condesa, quien, como se narra en el capítulo de un extraño libro encontrado por azar por Suvorin en una librería, realizó un pacto con el diablo con la intención de conocer una fórmula mágica infalible para ganar a las cartas.
El tercer instante que nos interesa tiene lugar justo después de que a Lizaveta Ivanova le sea entregada una carta de amor del falsamente enamorado de ella Herman Suvorin. Lizaveta finge despreciar la misiva, la cual rompe delante de la sirvienta de la condesa Ranevskaya que se la ha entregado en mano, y acto seguido manda a la mujer a informar a Herman de que la joven no está interesada en él. Cuando la sirvienta ha salido de la casa, Lizaveta recoge los diversos fragmentos de la carta y empieza a leerla, para luego observar a través de una ventana al paciente Herman, que espera una respuesta en la fría y nevada calle. Con las palabras de amor de Herman resonando en su cabeza (gracias a la voz en off empleada por Dickinson), y después de haber contemplado a este aguantando el tipo en la calle, Lizaveta se aparta de la ventana y se observa un instante en un espejo cercano, signo inequívoco de que el amor inducido por las palabras de Suvorin está empezando a surtir efecto en la joven, y también una dualidad, la de la chica, tanto visual como psicológica, acorde con el doble galanteo amoroso que soporta esta: el falso del propio Suvorin, y el auténtico de otro joven soldado que es amigo del primero aunque desconozca sus intenciones con la misma mujer.
Secuencia con espejos (1): Herman Suvorin contempla su reflejo en un espejo y se lleva una mano a la cabeza: algo está cambiando en el interior del personaje
Secuencia con espejos (2): La centenaria condesa Ranevskaya conversa con la joven Lizaveta Ivanova. Dickinson sugiere la naturaleza fantástica e irreal de la condesa, que ha sellado un pacto con el diablo, al visualizarla a través de diversos espejos
Secuencia con espejos (3): Lizaveta Ivanova se debate entre dos amores, y Thorold Dickinson expresa la dualidad del personaje, que se contempla en un espejo
[youtube]eV4HdupeA3U[/youtube]