La Invención de Hugo (2012)
Me parece justo comenzar estas líneas haciendo una confesión personal: pese a sentir una gran atracción general por el cine de Martin Scorsese, un servidor no tenía, a priori y a tenor de lo que el trailer del film revelaba del mismo, un gran interés por La invención de Hugo. Admito no haber leído el libro de Brian Selznick adaptado en esta ocasión para el cineasta por el guionista John Logan, y que, ciertamente, los responsables de la campaña de promoción del film se mostraban más preocupados en todo momento por subrayar tanto la teórica inclinación del mismo hacia el relato de aventuras infantiles, como su indudable y quizás algo oportunista adscripción al formato 3-D, con lo que uno podía llevarse una impresión equivocada de la auténtica naturaleza de la obra. En realidad, ninguna objeción por mi parte, pues gracias a lo antes mencionado he podido llegar al más reciente trabajo de Scorsese de un modo más «virgen» de lo acostumbrado en la actualidad, lo que me ha permitido llevarme amplias y muy agradables sorpresas durante la proyección del film, afortunadamente muy superior a lo previsto, siendo la más relevante de todas el encontrarse, especialmente a partir de la segunda mitad del relato, ante el más encendido y apasionado acto de amor al cine y, sobre todo, al oficio de cineasta, que se ha podido contemplar en una gran pantalla en los últimos años; quizás el más intenso desde el Ed Wood (1994) de Tim Burton.


El cineasta italoamericano es, a mi juicio, uno de los que, a nivel internacional, mejor han sabido madurar en su oficio en los últimos años. Con gran habilidad, y un no menor conocimiento de los mecanismos de su profesión, Scorsese ha conseguido en las dos últimas décadas compaginar los proyectos más abiertamente comerciales (Infiltrados (2006), Shutter Island (2010), La Invención de Hugo), con los más decididamente personales (Kundun (1997), Al límite (1999), Gangs of New York (2002), El aviador (2004): siendo estas dos últimas tal vez sus obras más irregulares en los últimos años), y que, gracias a su implicación y convicción personales los proyectos que forman parte del primer grupo hayan devenido tan decisivos para su filmografía, o incluso más, que los que conforman el segundo grupo. Sin entrar a establecer comparaciones entre los distintos films, Scorsese deja claro, desde los primeros planos de La invención de Hugo, que tanto en su manera de enfocar el relato que tiene entre manos como de retratar a su personaje protagonista, el pequeño Hugo (Asa Butterfield) que da titulo al film, no se va a distanciar en lo más mínimo de su cine precedente: efectivamente, ese espectacular y digital movimiento de cámara que sobrevuela las calles de París hasta penetrar en el interior de la estación central de trenes y acercarse finalmente a los ojos de Hugo, entrevistos estos tras la enormes manecillas de un reloj, no deja lugar a dudas: La invención de Hugo es, nuevamente, un relato en el que la percepción subjetiva que de la realidad circundante tiene su protagonista juega un papel fundamental -como ya ocurría en films como Taxi Driver, Uno de los nuestros, Infiltrados, o tantas obras previas del realizador- y, por lo tanto, ese inicial y literal acercamiento a la visión de Hugo no puede ser tomado a la ligera por el espectador. Al fin y al cabo, y dejando de lado los posteriores planos que insistirán en subrayar este concepto, el huérfano Hugo sobrevive en el interior de ese gran espacio que es la estación gracias a su desarrollada capacidad de observación y al control -diríase que espacio-temporal- que ejerce de las actividades diarias del grupo humano que se mueve habitualmente por el lugar. La mirada del personaje y su dedicación al mantenimiento del reloj de la estación (es decir, al control del tiempo) le han permitido dominar con soltura los movimientos acostumbrados del panadero, del vendedor de juguetes, de un hombre gordo que intenta infructuosamente, una y otra vez, conquistar a una madura mujer, etc. Todo ello con el fin de calcular cuando llevarse un bocado a la boca o, muy importante también, cuando aprovechar la somnolencia del Sr. Georges, el vendedor de juguetes, para robar inadvertidamente uno de sus artilugios mecánicos y hallar en los engranajes que dan vida a estos alguno que le permita poner en marcha la única posesión que el pequeño guarda de su fallecido progenitor: un destrozado autómata que, de ser reparado, tal vez le haga llegar un último mensaje de su padre.


Habiendo visto el film un par de veces antes de escribir este texto, es justo reconocer que la primera mitad del mismo -que es precisamente la que describe los progresos de Hugo en relación a la citada reparación del autómata de su padre- no alcanza la emoción y los intensos logros artísticos de lo que vendrá a continuación, cuando sea desvelado al espectador que tras el nombre de Sr. Georges y la condición de vendedor de juguetes de la estación, oculta su identidad nada más y nada menos que el gran Georges Méliès, una de las figuras más relevantes y indiscutibles de los primeros años del cinematógrafo. Las correrías de Hugo, pese a estar indiscutiblemente bien filmadas y contener no pocas secuencias de interés, son precisamente las que más hincapié hacen en el carácter que el film tiene de espectáculo visual, haciendo alarde de decorados reales y digitales, de movimientos de cámara imposibles, y también de, en algunos momentos (los menos, hay que reconocerlo) un cierto exceso de planificación y de montaje veloz que consiguen que el film, en ocasiones, devenga una obra convencional pero muy bien confeccionada. Cuando Scorsese decide centrarse, de forma casi exclusiva, en la figura de Méliès (encarnado por un inmejorable Ben Kingsley), y también, aunque en menor medida, en la de su entrañable esposa, Mamá Jeanne (encarnada por una fabulosa y deslumbrante Helen McCrory), el film crece en intensidad de forma descontrolada, y uno tiene el placer de asistir a uno de los más emocionantes fragmentos de cine norteamericano de los últimos tiempos. Emoción que, dicho sea de paso, no sé en que medida puede ser compartida por los espectadores -y pienso especialmente en los más pequeños-, que no sientan especial interés por las figuras o el oficio que Scorsese retrata. De todo el deslumbrante retrato que Scorsese realiza de Méliès destacan innumerables momentos, pero no me resisto a destacar un par que, una vez vistos, devienen imborrables en la mente del espectador: en primer lugar, la secuencia que narra de forma retrospectiva y con gran sensibilidad la primera visita de un pequeño a un plató de cine -imposible no destacar como Scorsese capta el asombro ante lo que ve reflejado en la mirada del niño-, y como este es invitado por el propio y en aquel entonces joven Méliès a dejarse cautivar por la magia del cine…, o ese otro momento en el que René Tabard (impecable composición de Michael Stuhlbarg, aquel que sorprendió gratamente con su cometido interpretativo en la notable Un tipo serio –A Serious Man, Joel & Ethan Coen, 2009-), ese mismo niño de la secuencia antes mencionada que en su edad adulta ha devenido historiador del cine mudo, proyecta por primera vez para Hugo y su amiga Isabelle (Chloë Grace Moretz), y también para Mamá Jeanne, quien daba por desaparecida la película, el mítico Viaje a la luna (Le voyage dans la lune), que Méliès rodó en 1902 para devenir obra imborrable de la historia del cine. La aparición inadvertida, en esta secuencia, del propio Méliès, quien desde hace años ejerce de vendedor de juguetes en la estación de trenes como vía de escape de su doloroso pasado como exitoso pero trágicamente olvidado pionero del cine (1), admitiendo lo guapa que sigue siendo su mujer pese a los incontables años transcurridos desde el rodaje de aquellas imágenes, deviene otro momento mágico del film, que consigue que el amor de Méliès por el cine y el amor por su mujer sean prácticamente una misma cosa, algo que ya consiguió con sensacional habilidad el cineasta catalán Llorenç Llobet-Gràcia en la extraordinaria Vida en sombras (1948).


Es precisamente el personaje de René Tabard quien decidirá efectuar el rescate oficial y «de entre los muertos» (2) del voluntariamente desaparecido Méliès, justo después de encontrar en la Biblioteca del Cine a la ahijada de este, Isabelle, y también a su amigo Hugo, husmeando entre las páginas de su libro dedicado al cine mudo, en el que se indica de forma errónea que Méliès está muerto, dato desmentido vivamente al historiador por ambos pequeños.
Gracias a este imprevisto acontecimiento, Tabard salda un deuda no escrita con el cineasta (pero contraída ya en su infancia, como se ha indicado antes, en su temprana visita al plató de Méliès), y le hace el mayor de los regalos al primer mago del cine, aquel que a su vez llenó de ilusión y sentido de la maravilla la más temprana existencia del futuro historiador del séptimo arte; o dicho de otro modo, el encuentro de Tabard con el cine y la figura de Méliès sella el destino de ambos personajes, y años después de un acontecimiento tan inesperado como decisivo un círculo vital se cierra convenientemente.


Como ya he indicado algunas líneas antes, es bastante probable que La invención de Hugo no sea un film completamente conseguido. La primera parte del film, la más específicamente centrada en las andanzas de Hugo, carece de la intensidad emocional que sí brilla en todo su esplendor en el largo tramo posterior, el dedicado a Méliès. Aparte, algunas secuencias largas (caso de la primera persecución en la que el Inspector de la Estación intenta dar caza al pequeño Hugo), pese a estar bien filmadas, carecen de la tensión y el sentido del humor que se les presupone. Otro momento que, aunque breve, quizás devenga el más chirriante de todo el conjunto, se encuentra en la secuencia en la que Isabelle, que corre junto a Hugo por uno de lo andenes de la estación, tropieza y cae al suelo siendo víctima al instante del pánico ante la avalancha de pies que se le vienen encima, con el peligro consiguiente de ser aplastada: Scorsese opta aquí por una solución visual harto discutible y muy poco elegante, adoptando la cámara por un instante el hipotético campo visual subjetivo que la niña tiene desde su posición en el suelo, y que permite una toma -evidentemente digital y bastante artificiosa- de los pies de los pasajeros pisando «la propia cámara», es decir a Isabelle, aunque el realizador justifique tal solución visual al señalar poco después que, en realidad, la imagen ha sido tan solo fruto de la imaginación y el pánico de la niña. Una pena porque Scorsese, al margen de este patinazo, desarrolla a lo largo de todo el film una digresión fascinante acerca de las fronteras entre realidad y ficción: ver como, en una secuencia de La invención de Hugo, el propio Méliès se muestra convencido de que los finales felices tan solo tienen lugar en el cine, y como en la siguiente secuencia se nos regala, a los espectadores, uno de estos momentos mágicos e irreales: después de varios e infructuosos intentos previos, el hombre gordo de la estación que intenta coquetear insistentemente con una mujer mayor y soltera, se «saca de la chistera» un perro salchicha que ejerza de distracción para el perro de la misma raza (y es de suponer que del sexo opuesto) que tiene la mujer y cuya constante agresividad ha impedido al hombre repetidas veces consumar su acercamiento a esta.
Los pequeños y discutibles momentos antes mencionados no logran «tumbar», ni mucho menos, la propuesta de Scorsese. El cineasta se muestra en no pocos momentos verdaderamente pletórico en sus soluciones formales, demuestra ser un director de actores brillante (ver el shock emocional y la desilusión que provoca en Hugo la aparente inactividad del autómata una vez este, tras ser finalmente reparado por el pequeño, parece por fin ponerse en marcha, aunque lamentablemente la ilusión dura tan solo un breve instante), y continúa rodeándose de los mejores profesionales: el libreto de John Logan es notable, la labor con la fotografía de Robert Richardson simplemente excepcional (ver como emula en algunos planos del film el cromatismo típico del coloreado a mano de algunos cortometrajes de Méliès), y el montaje de Thelma Schoonmaker demuestra porque esta mujer sigue siendo una de las mejores montadoras en activo del planeta.
A mi personalmente, aparte de sentir un gran interés por ver las siguientes obras de Scorsese (la próxima, Silence, tiene previsto su estreno para el año 2013), me haría especial ilusión ver en sus manos una reconstrucción biográfica de la figura del gran David Wark Griffith. Estoy prácticamente convencido de que, de los cineastas en activo, el italoamericano devendría ideal para semejante proyecto, pero lo cierto es que, salvo error mío, no circula ningún rumor en estos momentos acerca de un posible proyecto centrado en esta figura esencial del cine, que parece, hoy más que nunca, profundamente olvidada por los propios norteamericanos. Que le vamos a hacer.
(1) Resulta interesante complementar el retrato de Méliès que hace Scorsese en La invención de Hugo con el realizado por Georges Franju en 1953 en un cortometraje de media hora de duración titulado Le grand Méliès: ambos films comparten la admiración y la ternura por el cineasta francés y coinciden en algunos de los datos biográficos. Tampoco está de más echar un ojo al documental La magia de Méliès (La magie Méliès, 1997), dirigido por Jacques Mény y editado en España por Divisa, o, por encima de todo, como no, intentar ver los propios cortometrajes de Méliès para comprender más profundamente su figura.
(2) Tan solo recordar que al principio del film es el propio Méliès quien, al coger la libreta de Hugo y echar una ojeada desconcertada a su contenido -que no desvelaré aquí- no puede evitar utilizar la expresión «fantasmas», en evidente alusión a un pasado que el personaje creía totalmente olvidado y perdido, y que de forma imprevista, empieza a dar nuevos y de momento tan solo tímidos coletazos. Esta construcción del relato, vagamente anticipatoria de la evolución del relato en un primer visionado del film, pero una auténtica muestra de honestidad narrativa cuando este se ve por segunda vez, nos recuerda que Scorsese procedía de la misma manera en un relato más propenso a las trampas como el que sostenía Shutter Island: en aquel caso, y ya desde las primeras imágenes del film, el espectador atento, tanto a la actitud del detective interpretado por Leonardo DiCaprio (su manera de enjuagarse el rostro con agua para recuperar la lucidez) como a sus extrañas palabras, tenía sobrados motivos para tener ciertas sospechas respecto al personaje y no olvidar esos detalles cara a la conclusión final del relato.
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