Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (2011)
Aunque me resultan familiares los títulos de prácticamente todos los álbumes que conforman las aventuras de Tintín, pues en mi infancia era habitual oír hablar de ellos, no soy ni he sido nunca un fervoroso lector de las peripecias del personaje creado por Hergé, de quien apenas recuerdo, en aquella lejana época, la lectura de un par de sus aventuras: por un lado, la del díptico formado por Objetivo: la luna (1953) y Aterrizaje en la luna (1954), y por otro la de Las siete bolas de cristal (1948); tal vez alguna más, aunque de ser así la memoria me traiciona al respecto y ha sumido por completo su recuerdo en el olvido. Reconozco que en aquel momento, mediados de los ochenta y principios de los noventa, me atraía mucho más el cómic americano, y especialmente obras tan fascinantes como La cosa del pantano y Miracle Man, de Alan Moore -que muy probablemente no entendía del todo-, o las extrañas aventuras protagonizadas por los personajes superheroicos de La patrulla condenada, Excalibur o Batman y los Outsiders. Tintín, en comparación, me parecía un personaje muy poco carismático; a diferencia, eso sí, del resto de personajes que le acompañaban, caso del divertido perro Milú, los atolondrados inspectores Hernándéz y Fernández, o, por encima de todos ellos, el alcoholizado capitán Haddock. Vista, hace apenas unos días, la película de animación en 3-D producida por Peter Jackson y Steven Spielberg, y dirigida, creo yo, al alimón por ambos, por mucho que en los créditos del film solo figure en este apartado el nombre del segundo, mi opinión respecto al personaje no parece haber cambiado mucho con el tiempo: Tintín (Jamie Bell) dista mucho, para mi, de ser un personaje atractivo, y la caracterización física y psicológica del mismo quedan muy por debajo de los de Indiana Jones, el arqueólogo y saqueador de tumbas creado por George Lucas y popularizado por los films del propio Spielberg: es cierto que ambos personajes, Tintín y Indiana Jones, no se caracterizan precisamente por la complejidad de sus respectivas personalidades, pero el segundo de ellos hereda y aglutina con éxito, como en un destilado -y enormemente favorecido por la presencia en pantalla y el carisma del actor que le da vida, Harrison Ford-, las características de los héroes precedentes del cine de aventuras norteamericano, erigiéndose tanto en icono del género como en arquetipo máximo del aventurero para el cine de aventuras posterior. Esto me lleva a entrar en una aparente contradicción, que no lo es tanto, pues precisamente el Tintín de Spielberg y Jackson se asemeja antes, en su desenfreno narrativo, al Indiana Jones del primero -aunque, eso sí, desgraciadamente al menos apetecible de ellos, el de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008)- que no al que protagonizaba los tebeos de Hergé.
En primer lugar, creo necesario hacer referencia a la virtud más evidente del producto (pues no otra cosa es este film), que difícilmente pasará inadvertida a cualquier espectador interesado en el mismo: En Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio lucen en pantalla, exprimidos al máximo, todos y cada uno de los millones de dólares invertidos en su producción. El aspecto visual de la cinta es apabullante, superando ampliamente los resultados alcanzados anteriormente, en el mismo terreno de la animación digital, por títulos como Polar Express (The Polar Express, 2004), Beowulf (2007) o Cuento de Navidad (A Christmas Carol, 2009), todos ellos dirigidos por Robert Zemeckis. Por tan simple razón, el film de Jackson y Spielberg puede ser considerado, sin demasiados problemas, el espectáculo visual del año, prácticamente sin oponentes que puedan hacerle frente: Las aventuras de Tintín, como traslación a la gran pantalla de un tebeo, luce mucho más atractiva que Capitán América (Captain America: The First Avenger, 2011), Linterna verde (Green Lantern, 2011), X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, 2011), o Thor (2011). La cuestión es, llegados a este punto, si dejando a un lado la valoración de su vertiente tecnológica, también podemos considerar que Las aventuras de Tintín es un buen film, o, más concretamente, un buen relato de aventuras. Mi opinión a este respecto es más bien negativa, pues si bien la producción de Jackson y Spielberg no deviene el peor film posible, queda bien patente en sus imágenes, y en la construcción del frenético ritmo narrativo del relato, que sus responsables no han logrado desprenderse del (lógico) miedo que tienen a que su producto se estrelle estrepitosamente en la taquilla americana (de ahí la razón de que este llegue con varias semanas de antelación a las salas europeas), y han decidido convertir las peripecias del personaje, cual montaña rusa, en una sucesión inacabable de escenas de acción y destrucción que poco tienen que ver, creo yo, con el espíritu original que animaba las creaciones de Hergé. No se trata tanto de una posible infidelidad al desarrollo narrativo de los relatos originales que toma como base (y que, como ya he dicho antes, no he leído), El secreto el unicornio (1942-1943) y El tesoro de Rackham el rojo (1944), como de una adulteración interesada del espíritu que animaba a aquellos.
Lo mejor de Las aventuras de Tintín se encuentra, a mi modo de ver, en su primera hora de metraje, la más óptimamente cercana en sus resultados a lo alcanzado por Spielberg en films como Indiana Jones en busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), o Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), es decir, una buena y atractiva mezcolanza de personajes excéntricos (tanto héroes como villanos), sentido del humor, aventuras y acción, inofensivo cóctel aderezado además, conscientemente por parte de sus creadores, con una inocencia que permita su disfrute en familia. En esta primera parte de la cinta tienen lugar secuencias tan ingeniosas como aquella que muestra a Tintín intentando recuperar, del interior de un camarote de barco en el que unos marineros duermen la mona -y que previamente han sido descritos por el capitán Haddock como los más peligrosos que quepa imaginar-, y con la inestimable ayuda de su perro Milú, el pergamino hallado al principio del relato en el interior de la maqueta del Unicornio, que el personaje necesita para proseguir con buen pie su aventura. La situación, y sobre todo el espacio en el que esta acontece, permite a Spielberg y Jackson elaborar una de sus características set-pieces visuales, en las que, a modo de gag cómico propio del cine mudo, Tintín ve dificultado continuamente su avance por el espacio a causa del balanceo que genera en el barco el oleaje exterior, lo que también provoca el continuo desplazamiento, por los suelos y literas compartidas del camarote, y a modo de obstáculos para el personaje, del cuerpo de los convalecientes marineros. Otra lograda secuencia de la cinta es aquella en la que los inspectores Hernández y Fernández localizan al fin al virtuoso y escurridizo ladrón de carteras que se ha apoderado de la perteneciente a Tintín, y en cuyo interior este guardaba, como no, el importante pergamino. Los personajes, de comportamiento tan disparatado como cabía esperar, y tras contemplar con sus ojos en el salón del piso del ladrón un auténtico «museo de la cartera», seguirán tomando al malechor por una inocente víctima, pese a las apabullantes pruebas en su contra y a que este, vencido por los remordimientos, trata infructuosamente de entregarse a la justicia. Finalmente, y tras hacer perder con su estupidez los estribos al ladrón, los inspectores hallarán la cartera de Tintín, acontecimiento que les permitirá recuperar, aunque momentáneamente, la cordura profesional y proceder a la detención de aquel. Por desgracia, y pese a que su metraje se ve salpicado por algunos otros buenos momentos como los mencionados (Ej: en otra secuencia, la floja resistencia acústica de los tímpanos de Milú y del capitán Haddock ante el canto operístico de la Castafiore provoca una divertida y delirante reacción de los personajes), Las aventuras de Tintín, en completa consonancia con las películas precedentes de sus máximos responsables (1), deviene antes una celebración desbocada del fragmento (casi cada secuencia del film deviene set-piece, y por lo tanto su concepción aislada pretende impresionar por su virtuosismo visual – y también artificiosidad – con imposibles movimientos de cámara y una imparable concatenación de acontecimientos), que no un relato de aventuras compacto y coherente.
Por desgracia, la segunda parte de la cinta, en la que se acumulan sin cesar las secuencias de acción espectaculares y grandilocuentes (también inacabables), fuerza la degeneración a marchas forzadas del relato, que termina resultando más cercano en su delirio visual a aquel que uno puede contemplar en un (mal) videojuego, o en las secuencias que dominan por completo películas tan lamentables como Piratas del Caribe. El cofre del hombre muerto (Pirates of the Caribbean: Dead Man´s Chest, 2006) o el mismo King Kong (2005) del Sr. Peter Jackson, que no a un excitante y apetecible relato de aventuras. Durante esos instantes (el enfrentamiento de las tripulaciones de dos barcos piratas, la cuasi completa demolición de un pueblecito que da inicio cuando el capitán Haddock dispara al revés un proyectil de bazooka, o la secuencia final en la que el capitán Haddock y Ivanovich Sakharine se enfrentan el uno al otro con sendas grúas), Jackson y Spielberg dejan de lado el sentido de la aventura, y pasan directamente a los fuegos de artificio más pomposos y aburridos. Evidentemente, gracias al mayor control que se puede ejercer de todos los «actores» en una cinta de animación como esta, la planificación y el montaje de estos instantes resulta mucho más transparente y atractiva que aquella de la que hacen gala los films-espectáculo arriba mencionados, más feístas visualmente y torpes narrativamente, pero ello no resulta suficiente, ni mucho menos, para que este barco a la deriva recupere un rumbo más provechoso.
(1) Para despejar posibles dudas al respecto, aclaro aquí que Spielberg me parece un cineasta mucho más talentoso que su compañero. Centrándome exclusivamente en la última década de la filmografía de ambos realizadores, de Spielberg destacaría sin problemas, por su interés cinematográfico, películas como Minority Report (2002), Atrápame si puedes (Catch Me if you Can, 2002), o Munich (2005), que también se muestran edificadas -aunque de forma más equilibrada que En las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio– antes en función del impacto que pueda provocar la construcción visual de cada secuencia por separado que no de la eficacia del todo narrativo que las aglutina, lo cual siempre termina por dejar al descubierto las deficiencias de esta forma de entender el relato cinematográfico. En cambio, el cine alumbrado por Peter Jackson durante esos mismos años no ha dejado de mostrar síntomas de absoluta decadencia, en los que el realizador neozelandés parece haber aplicado el desenfreno y atrofia visuales de su conocidísima y gamberra comedia gore Braindead (1992) al terreno del cine más comercial (sic), buscando con afán el reconocimiento de público y crítica, pero sobre todo esperando recibir una lluvia de premios que, aunque tristemente comenzada con la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003), no se ha visto prolongada, afortunadamente, con películas tan desastrosas en sus resultados artísticos como King Kong (2005) o The Lovely Bones (2009). Una mirada atenta al trabajo con la planificación y el montaje en la trilogía de El señor de los anillos puede despejar muchas dudas al respecto: en la primera entrega, La comunidad del anillo (2001) aún se pueden encontrar secuencias planificadas y montadas de forma atractiva, pero en Las dos torres (2002), la colisión entre los trabajos de la primera y segunda unidad de filmación, cada una, es de suponer, rodando con varias cámaras, da como resultado un film con tendencia al montaje confuso y mucho más feo visualmente de lo esperado. El tercer film de la saga, El retorno del rey (2003), ya no alcanza a retomar el vuelo (relativo) de la primera entrega. Prestando atención a los films comentados de Jackson queda patente que no es lo mismo ser Spielberg que pretender serlo.
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