Transsiberian (2008)
Tras pasar una temporada en Pekín, Roy y Jessie deciden viajar hasta Moscú. La gente que viaja en el monstruoso y algo tétrico tren es bastante extraña y un viajante les explica que los traficantes suelen usarlo para pasar droga. Al poco de empezar su viaje, la pareja entabla relación con sus compañeros de compartimento, Ian y Abby, que se dedican a viajar por el mundo dando clases de inglés y comprando objetos en un país para revenderlos después, como unas muñecas matryoshka que Ian dice vender en Ámsterdam a muy buen precio.
Los caminos de los cuatro se cruzarán con el del inspector Grinko, que viaja desde Vladivostok siguiendo los pasos de los asesinatos de un narcotraficante y de un importante alijo.
La elección formal de una cámara constantemente en movimiento (cámara en mano) y una planificación en la que abundan los planos cortos no resultan una buena carta de presentación para los primeros minutos de “Transsiberian”: la elección de la cámara en mano no provoca, por sí misma, inquietud en el espectador, sino en relación con una situación que se preste a ello; planificar con abundantes primeros planos no debería impedir que su uso fuera más expresivo, y no simplemente narrativo: ambos son dos elementos formales claramente institucionalizados por el cine en la actualidad. El color de un fondo; lo que hay tras un personaje; la posición que ocupa éste en el encuadre, y otros elementos, son los que el director debe saber emplear para expresarse en imágenes. Algunos directores han trabajado hábilmente con primeros planos a lo largo de toda una carrera, como Ingmar Bergman, pero son pocos los que en la actualidad los utilizan por una razón distinta a la pura pereza artística.
Por otro lado, que el paisaje exterior que contextualiza el trayecto del tren apenas tenga la menor importancia durante gran parte del film no deja de ser chocante: ¿Por qué un viaje en el transiberiano? Brad Anderson ha explicado que el argumento de la película tiene relación con una experiencia vívida por él mismo en ese mismo tren y trayecto, pero el espectador tiene la sensación constante de estar reviviendo un argumento mil veces llevado a la pantalla con anterioridad, y en algunas ocasiones con resultados brillantes: “Alarma en el Expreso” (The Lady Vanishes, 1938) de Alfred Hitchcock; pero el film de Anderson no muestra autenticidad alguna (una experiencia personal y real filtrada a través de una ficción debería tenerla) y, lo que es peor, está cincelado a partir de clichés de todo tipo. Y, ¿qué decir del infinito juego que los viajes en tren han ofrecido al género western?. Por desgracia, Brad Anderson no consigue extraer gran cosa de su transiberiano. El retrato que se ofrece de los rusos que trabajan en el tren resulta bastante disparatado, pareciendo más bien perros ladradores que seres humanos; una cosa es que el conflicto idiomático que nace del desconocimiento del inglés por parte de los rusos, y al revés, pueda generar cierta tensión y incomprensión, y otra cosa muy distinta que los rusos siempre contesten a gritos o echen miradas de reojo… pero bueno, lo que queda claro es que los rusos son muy malos y dan mucho miedo.
Pues bien, dejando de lado su convencional narración y su no menos convencional retrato del americano medio y atontado (otro cliché, y ya van…), en este caso interpretado por Woody Harrelson, lo mejor será hincarle el diente a ciertos detalles narrativos y a ciertas situaciones.
En una parada del tren, Roy (Woody Harrelson) y Carlos (Eduardo Noriega) salen a estirar las piernas, y el director intenta dotar de cierto perfil psicológico al personaje de nacionalidad española gracias a un gesto: Carlos coge una palanca metálica y la tantea unos segundos con una mano mientras habla con Roy; y a un encuadre, que enturbia la transparencia formal de los planos anteriores: un travelling que se desplaza desde la posición de Roy hasta la que ocupa Carlos, todo ello filmado desde el lado opuesto del vagón con respecto a dónde están situados. La posición de los elementos (barras de metal, cadenas, etc.) del tren, situados en primer término del encuadre, por delante de los personajes, supone un cambio con respecto a la planificación anterior, y genera cierta turbiedad, es decir, el espectador capta algo extraño: la posibilidad de que Carlos sea alguien violento y distinto a quien dice ser.
El recurso visual de situar elementos en primer en término y a los personajes en un segundo término es utilizado de nuevo por Anderson en un plano que recorre desde el exterior del tren, y pasando por sucesivos compartimentos, el recorrido que hace Jessie por el pasillo que los une en el interior del vehículo: lo que el espectador y Jessie ven es inquietante: una persona con una mascarilla en la boca, miradas y gestos extraños…: algo extraño parece tener lugar en ese tren.
De hecho, la sugerencia mencionada líneas arriba con respecto al personaje de Carlos hubiera podido resultar más satisfactoria y estar más desarrollada, y más teniendo en cuenta lo que le sucede a este personaje más avanzada la película al encontrarse a solas con Jessie (Emily Mortimer), la novia de Roy: no lo desvelaremos aquí, pero el final de esa secuencia deja bien claro que Carlos es alguien un poco torpe y quizá no lo suficientemente consciente de sus actos: ¿Podría Carlos ser un tipo normal, pero gracias a la visión que el espectador, y los personajes del film, tienen de él, que esperan encontrar a alguien malvado, adquirir un valor peligroso, pero falso, irreal?
Hubiera tenido su gracia, pero por desgracia el misterio del film es mucho más concreto que todo eso.
La “peligrosidad” de algunos personajes está asumida prácticamente desde la primer aparición de los mismos, por lo tanto al espectador sólo le queda esperar a que ésta se desencadene.
Puesto a salvar elementos de la película, sólo Emily Mortimer y Ben Kingsley dotan de empaque a sus personajes, esforzándose con sus interpretaciones en cargar a los mismos de pequeños matices.
El personaje de Jessie está algo mejor construido que el resto, y la cámara fotográfica que lleva siempre consigo resulta un elemento de atrezzo aceptablemente bien integrado en la progresión del film: Jessie fotografía cosas que le resultan atractivas, siendo una de ellas Carlos, que intenta seducirla abiertamente. Cuando se escapan a ver una pequeña iglesia en mitad de la nieve, Jessie toma una fotografía del hombre en relación al lugar en el que se encuentran ambos, lo que propiciará un correcto momento de suspense posteriormente. Por otro lado, Jessie tomará una foto de los agentes rusos Grinko y Kolzak, junto a otros dos hombres, sin intuir que esa imagen revelará cosas a la policía en el poco estimulante desenlace de la trama.
En cuestiones de suspense, Jessie y Grinko protagonizan una secuencia especialmente floja y de hálito hitchcockiano: la chica intenta deshacerse de una mochila (cuyo contenido puede comprometerla en algo desagradable) en varios lugares dentro y fuera del tren, pero siempre algo o alguien logran impedirlo. El problema es que la secuencia funciona como un mecanismo rígido y repetitivo: se trata de que cada vez que el personaje esté a punto de lograr con éxito su objetivo, simplemente alguien aparezca y diga o haga algo que impida la consumación. Una lástima, por que, como demostró Brian De Palma en la secuencia de la estación de tren en su notable “Atrapado por su Pasado” (Carlito´s Way, 1993) es posible acercarse a Hitchock y salir airoso de la situación, y la finalidad de esa secuencia en el film de De Palma era similar a la de la secuencia que nos ocupa: Carlito Brigante (Al Pacino) debía emprender una carrera contrarreloj para coger un tren, enfrentándose a numerosos obstáculos y a una banda de gángsteres cuyo cometido era, precisamente, impedírselo.
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